Las tardes enredaban sus fulgores sobre las maraña del bosque. Bullia el cromo e incendiaba en rojo los sotos del camino... Sobre la montaña habia un danzar innumerable de oro.
Moreno el arbol se erguia.
Los pobladores primeros, los que llevaron en su pecho como una joya prendida, una ilusion, no abatieron con sus hachas victoriosas este arbol, casi seco, corroído por la uña implacable de los dias y los años.
Solitario el arbol se erguía. Era un gigante. Sobre sus hojas verdes, cuando joven, se posaban miles y miles de pajaros; el arbol entonces era como un pentagrama raro que estuviera floreciendo y, así, ungido por la armonía de las aves como pedazos impasibles de iris.
Impertérito, trágico, sobre su tronco soplaron los vientos huracanales de diciembre y las rachas de enero.
Impertérrito, soportó bravamente la lluvia persistente, el golpear de las gotas de agua sobre sus hojas verdes. Recibió bautismos singulares: el del sol y el del agua; indiferente; único, impasible como el dolor.
Asi pasaron años... El viento al pasar penetraba sus concavidades y producía un bramido prolongado y espantoso... ¡En las noches, claras de luna, maravillosas, pensárase en un toro colosal! He aquí el origen, he aquí la leyenda de esta senda que, por sobre la espalda de la cumbre, asciende en espiral siempre hacia arriba.
...He aquí el por qué de la “CUESTA DEL TORO”.
Y esta senda es brava y única. Airosa como un toro que en las noches quietas y perfumadas, cuando hasta los rayos de la luna tienen miedo de turbar la sagrada paz eólica, irrumpe de pronto, violenta y rápidamente en un bramido sordo y prolongado que se pierde en la hondonada, en lo profundo del río, hasta pasar como un himno fúnebre sobre la dormida quietud de los campos...
Fuente: Chavarria, Trino. “La cuesta del toro”. Album de Granados. Leyendas Costarricenses
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