martes, 22 de febrero de 2011

Stoerkodder, el anciano feroz ( Nórdico )

Stoerkodder fue el más orgulloso, el más fuerte y valeroso de los guerreros vikingos. Pero tuvo la desdicha de que ninguna espada bebiera su sangre antes de que la terrible vejez cayera sobre sus huesos.
– ¿Tendré que morir en mi cama, como un hombre de baja cuna? –se preguntaba–.
- ¿No existe para mí una lanza lo bastante aguda, una espada lo bastante filosa para enviarme a participar en el festín de Odín?
Una muerte sin gloria me llevará confundido para siempre con los esclavos, los comerciantes o los cuentistas.
Un día Stoerkodder puso en una bolsa todo el oro que poseía, la ató a su cuello, tomó dos espadas y encorvado sobre sus muletas salió a buscar a la muerte por los caminos.
Sin embargo, aún inválido, su fama lo precedía y nadie deseaba atacarlo ni provocar su cólera.

A todos desafiaba, a todos insultaba con palabras brutales, tratando de que alguien le propusiera por fin la lucha final. Maltratando y escarneciendo a sus amigos y enemigos, vagaba de comarca en comarca, despertando el temor y la pena. Y en todas partes encontraba como única respuesta el respeto y los buenos deseos.

Un día, cuando atravesaba la llanura de Roliung, vio venir una bulliciosa partida de caza, que volvía con alegría de una jornada favorable. Stoerkodder, caminando penosamente sobre sus muletas, no hizo el menor esfuerzo por dejar paso. El noble señor que comandaba la partida dio orden a dos de sus servidores de que echaran a un lado a ese mendigo que se atravesaba en su camino.
Usando sus muletas como única arma y con la fuerza descomunal de sus enormes brazos, el anciano hizo caer a los dos jinetes de sus caballos y los dejó tendidos en la tierra.
El noble cazador, asombrado, se adelantó para hablar con él.

– ¿Quién eres, gran guerrero, capaz de hacer con la madera lo que otros hacen con el hierro?

–Soy demasiado viejo y tú demasiado joven para que nos podamos conocer –dijo el anciano–. Pero quizás alguno de tus antepasados oyó hablar de Stoerkodder.

–Ilustre Stoerkodder, todo hombre de coraje ha escuchado tu nombre desde la infancia. Hader, hijo de Hlennes, te saluda y te honra.

–Entonces me equivocaba: te conozco. Te pareces a tu padre, con el que tuve buena amistad. Muy viejos deben estar mis ojos para que no haya reconocido tu estirpe de inmediato. La última vez que vi a tu padre, Hlennes, tenía el cráneo abierto hasta las cejas y mi espada Skum estaba clavada en él, tan profundamente que tuve que apoyar el pie en su frente para extraerla.


–En aquel tiempo –dijo Hader–, yo acababa de nacer. Y me han contado, en efecto, que mi padre cayó bajo tu espada en justo y leal combate.

Al oír estas palabras, Stoerkodder enrojeció. Sus ojos se inflamaron y dijo con voz de tormenta:

– ¡Así saludas al hombre que mató a tu padre! Me saludas humildemente, me llamas ilustre, me rindes homenaje y el relato de la derrota de tu padre se confunde en tu memoria con las canciones de cuna de tu nodriza. ¡Ah, ya todo es vicio y cobardía! ¡Desde luego, algo huele a podrido en el reino de Dinamarca! Un joven encuentra al que más gravemente enfrentó a su familia y se da la vuelta preguntándose si no sería preferible huir lo más pronto posible.

Hader palideció.

–Calla, anciano –dijo gravemente–. No me hagas olvidar que tus cabellos son blancos y que tus piernas ya no te sostienen.

–Tu sangre habla –dijo Stoerkodder–. No ha muerto toda dignidad en ti. Me complace. Por eso yo, que nunca he rogado nada a nadie, te pido esto como una gracia: nadie se digna a poner remedio a mi achacosa vejez y tú eres mi única esperanza. Si tienes alguna admiración por el viejo Stoerkodder, dame el fin que reclamo; piensa que así cumplirás también con tu deber hacia tu padre.
Tomó la bolsa que llevaba atada al cuello y que contenía todo su oro.

–Ésta es mi herencia. Es tuya como pago y recompensa por tu buena acción.
–Que se haga conforme a tus deseos –dijo solemnemente Hader.
Bajó del caballo y sacó su espada. Pero Stoerkodder lo contuvo.

–Hay un solo acero capaz de matar a Stoerkodder: es Skum, mi buena hoja. Tómala con mano firme. Cuando yo incline la cabeza, golpéame en la nuca. No tiembles, ni des el golpe blandamente, pues tienes que separar la cabeza del tronco. Si al tiempo que me golpeas, alcanzas a saltar entre mi cuerpo y mi cabeza antes de que caigan al suelo, tu carne se volverá invulnerable a todo acero, serás insensible y nadie podrá herirte jamás.
¡Y ahora, que sea ya, Hader, hijo de Hlennes!

Como lo había asegurado, Stoerkodder bajó la cabeza y presentó su nuca. Hader, tomando con las dos manos la pesada espada Skum, la dejó caer con todas sus fuerzas en un golpe seco y brutal.
La cabeza cayó sobre la hierba y los hombres que se amontonaban alrededor vieron la boca del viejo guerrero morder y triturar la hierba al exhalar su alma feroz.
Pero Hader no intentó saltar entre el cuerpo y la cabeza del enorme Stoerkodder, porque sospechaba que el héroe, planeando su propia venganza, había de matarlo aplastándolo al caer sobre él con la enorme masa de su cuerpo sin cabeza.

Honrosamente, bajo un túmulo funerario, fue enterrado el viejo Stoerkodder. Luego Hader, hijo de Hlennes, tomó el oro y a Skum, la noble espada, y reuniendo a sus compañeros prosiguió su camino.

Fuente: Internet\Historia recopilada y narrada por Roberto Malo (escritor y animador)

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